Siempre me gustó pintar. Últimamente parece que disfruto colocando una de las pinturas en el suelo a la vez que comienzo a juguetear con el próximo boceto. Y mientras voy proporcionándole forma, no puedo evitar dirigirme al que decidí abandonar para seguir dándole las “últimas pinceladas” que siempre se convierten en penúltimas. Creo que estoy obsesionada con uno de los cuadros y resulta difícil convertirse en coleccionista de arte cuando se está encerrada en una sola pintura, pero lo cierto es que he ido amontonando lienzos en mi pinacoteca que se han convertido en obras por terminar.
A veces llegan amigas y deciden coger la paleta de colores y darme alguna que otra clase magistral. Pero puede que sean mis manos o la colocación de mis dedos al coger el pincel los que provoquen trazos gruesos y sin sentido que terminen sacándome del cuadro y devolviéndome al otro. Y ahora vuelvo a retocar las montañas del paisaje que me obsesiona, intento dar más brillo al cielo de un cuadro que tiende a nublarse y hay días que me parecen noches e incluso llego a imaginarme las estrellas. Y hay un camino con dos personas que no avanzan, sólo dibujé sus sombras pero con eso bastaba, y un lago al final con cisnes esperando a que alguien les dé de comer.
Había vuelto a tapar el cuadro con una de esas sábanas viejas que encontré en el desván, pero hace poco tuve un sueño y desperté con aquel paisaje alojado al otro lado de mi almohada. No sé cómo llegó allí. Quizá fui yo la que decidió quedarse dormida mientras le daba color a los cisnes y teñía de rojo uno de los atardeceres más bellos que pude haber dibujado. Sin embargo las sombras seguían inmóviles, el cielo acercándose a un nuevo gris oscuro, casi negro (huérfano de estrellas) y los cisnes hambrientos de tanta espera. Intenté dirigirme al taller para iniciar la peregrinación de modificaciones y me encontré con que las témperas estaban demasiado secas y los pinceles hartos de mí: un paisaje definitivo que me niego a colgar sin firmar.
A veces llegan amigas y deciden coger la paleta de colores y darme alguna que otra clase magistral. Pero puede que sean mis manos o la colocación de mis dedos al coger el pincel los que provoquen trazos gruesos y sin sentido que terminen sacándome del cuadro y devolviéndome al otro. Y ahora vuelvo a retocar las montañas del paisaje que me obsesiona, intento dar más brillo al cielo de un cuadro que tiende a nublarse y hay días que me parecen noches e incluso llego a imaginarme las estrellas. Y hay un camino con dos personas que no avanzan, sólo dibujé sus sombras pero con eso bastaba, y un lago al final con cisnes esperando a que alguien les dé de comer.
Había vuelto a tapar el cuadro con una de esas sábanas viejas que encontré en el desván, pero hace poco tuve un sueño y desperté con aquel paisaje alojado al otro lado de mi almohada. No sé cómo llegó allí. Quizá fui yo la que decidió quedarse dormida mientras le daba color a los cisnes y teñía de rojo uno de los atardeceres más bellos que pude haber dibujado. Sin embargo las sombras seguían inmóviles, el cielo acercándose a un nuevo gris oscuro, casi negro (huérfano de estrellas) y los cisnes hambrientos de tanta espera. Intenté dirigirme al taller para iniciar la peregrinación de modificaciones y me encontré con que las témperas estaban demasiado secas y los pinceles hartos de mí: un paisaje definitivo que me niego a colgar sin firmar.
Estoy replanteándome mi carrera. Creo que no pinto bien.